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Cumpleaños del grande
El desembarco del héroe

Fecha patria: Diego Maradona cumple 57 años. Desde el día de su debut, fue un crack al estilo sudaca, pero con velocidad sónica. Revolución y culto del yo futbolístico.

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Lunes, 30 de octubre de 2017
Las últimas imágenes de pantalones cortos, a sus 57 años, no ayudan a hacer memoria. Ni a enterar a los jóvenes de que ese señor obeso, que se debate ente la fatiga y el camorreo infantil con otro ex futbolista en un partido papal, fue un atleta iluminado y un fundador.
Por eso, en su cumpleaños, trataremos de desandar por un rato las múltiples máscaras de Diego (eso en lo que se fue convirtiendo, episódicamente, en todos estos años) para recalar en el recuerdo puro del genio. A ver qué encontramos. A ver si se puede. Revisionismo a espaldas de los múltiples sentidos en que se ha desplegado el personaje mundial, de las adherencias de su renombre y las flaquezas de su temperamento inestable.

El 20 de octubre de 1976 arranca el mito que, sin embargo, algunas imágenes cinéticas, aunque lentas y monocromas, permiten verificar. El número 16 en la remera (la edad que estaba a punto de cumplir), la melena rizada y negra. Un potro brioso del potrero que, apenas adolescente, ya era conocido no sólo en La Paternal. Le tocó entrar en el segundo tiempo, ante Talleres de Córdoba, con el marcador 0-1. Reemplazó a Rubén Giacobetti, hoy titular de una importante inmobiliaria en el barrio porteño de Villa Urquiza. La expansión del evento –la construcción del mojón histórico– registra algunos otros datos adicionales. Uno: el entrenador Juan Carlos Montes, que lo llamaba nene, quizá porque consideraba una deferencia inmerecida decirle el nombre como a sus colegas adultos, antes de lanzarlo a la cancha le pidió que tirara un caño. Se sabe, Diego, desde la infancia, fue un coleccionista de caños, cuyas víctimas enlistaba mentalmente en busca de un record privado. Dos: Diego, en efecto, le metió un túnel a Juan Domingo Chacho Cabrera, notable volante del equipo cordobés, quien murió en 2007 en la provincia de Salta, donde manejaba un taxi.

Un mes después del debut, convertiría su primer gol y así despegaría la cabalgata vertiginosa. Una carrera saturada de adjetivos, admirada en todas las lenguas. Y que, ya en aquellos años, como las obras que inauguran un género, había definido sus alcances. La asombrosa novedad que portaba Maradona quedó expresada en las fintas dibujadas en la cancha polvorienta de Boyacá y Juan Agustín García que hoy ostenta su apellido.
Gracias al joven maravilla, Argentinos cambió de estatus. Como sucedería luego en cada club. Montado en su zurda, llegó al subcampeonato, primero de su historia, en 1980. Y, lo más llamativo, se transformó en un equipo atracción. Como un circo ambulante, donde el número diez, aquel Cebollita que animaba los entretiempos, ahora aplicaba su magia a la competencia formal. Faltaba mucho para que irrumpieran las cámaras ubicuas, las redes omnímodas. No todo podía verse. Había que ir a la cancha, apostar a la experiencia directa. Y la gente iba.

¿Que se vislumbraba en esos primeros pasos? Detrás del biotipo del crack sudaca, había un ritmo que presagiaba otro baile. Diego llevó la destreza clásica del diez zurdo a la velocidad del sonido, multiplicando belleza y efectividad. Su movimiento de vanguardia diseminó la perplejidad, en especial entre los defensores que debían marcarlo. Maradona jugaba a otra cosa, jugaba en el futuro. El tamaño de su ventaja se corroboraba en la red (cinco veces fue goleador del campeonato doméstico), en el protagonismo excluyente de cada presentación, en el repertorio inagotable que siempre deparaba una fase inesperada de la perfección. Diego podría haber usado una frase que luego le dedicó a otro: Maradona y diez más. Así, evitando la primera persona, como él prefería. La hipérbole era, en rigor, una realidad cotidiana que lo complacía.

Por el talento sin sombra, pero también quizá por la inercia de Fiorito, del pasado en los márgenes del desprecio social, de la insignificancia, asumió de una vez –y quiso siempre para sí, a modo de drástica compensación– el papel de crack unido al de héroe. Por eso, a diferencia de otros fuera de serie que enumera la tradición, Maradona socializó poco su magisterio, no contagió ni educó sino que hizo la tarea de los demás. Mejoró escasamente a los compañeros; más bien se inclinó a suplir con su excedente de destrezas las carencias del entorno. Paternalismo de altísima gama. El reverso exacto, por ejemplo, de Cruyff. Un estratega, el hombre que hacía jugar a los demás.
A Diego, desde la etapa de Argentinos, le tocó muchas veces integrar equipos de mediana capacidad, donde sus artes refulgían aún más por contraste. Siempre pensé que se sentía más cómodo en esos planteles desiguales, que le servían en bandeja la posibilidad –la necesidad– de la proeza. Caso contrario al de Pelé y Messi, figuras aptas para brillar sin sufrir en un firmamento colmado de estrellas.

Maradona creó legiones de compañeros-adoradores, cuyo destino estaba atado a sus designios, a ese talento que era incapaz de compartir. Dependientes, como se dice en estos casos. Diego se proyectó como una droga feliz. La vía única para a tomar el cielo por asalto. Más que imprescindible, providencial. Volver de esos excesos ha resultado para todos –y en especial para los hinchas que han presenciado el milagro– un viaje difícil y cargado de añoranzas.


Lunes, 30 de octubre de 2017

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