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Opinion
Néstor Kirchner: el hombre que se fue y está presente

En el día en el que el ex presidente cumpliría 68 años, quien fuera su jefe de gabinete lo recuerda con un emotivo y reflexivo texto

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Domingo, 25 de febrero de 2018

Empiezo por dejar al descubierto dudas que me atraparon cuando alguien me pidió que escribiera estas líneas recordando el día en que nació Néstor Kirchner.

Me pregunté con qué predisposición sería leído. Sé que, en este tiempo de tanta confrontación, es muy difícil provocar la reflexión y el debate sobre temas tan recientes de nuestra historia.

Dejo al descubierto que, aunque lo intento, no tengo la certeza de que cuanto aquí diga no esté teñido del imborrable recuerdo que guardo por el amigo que confió en mí. Los afectos muchas veces traicionan a los seres humanos. Aún así, intentaré sortear ese riesgo.

Kirchner asomó al escenario nacional en días en que la política atravesaba su peor momento. El radicalismo estaba pulverizado tras la patética gestión que hizo gobernando con la Alianza. El peronismo, resistiendo la restauración menemista, quería recuperar el poder golpeado por fuertes divisiones. En ese contexto nació la "política narcisista", un espacio signado por dirigentes solitarios que acumulaban votos a partir de la judicialización de la política y la mediatización de sus denuncias.

Argentina estaba aún inmersa en una crisis profunda. Eduardo Duhalde había logrado restañar algunas heridas y había recompuesto cierta convivencia democrática, pero el conflicto social asomaba día a día en las calles. Su trabajo fue enorme para el poco tiempo en que debió gobernar. Sin embargo, en ese lapso no pudo resolver el default en el que había caído la economía. Apenas logró que los organismos de crédito no lo presionaran en el cobro de las deudas mientras duraba su mandato.

Cuando el 25 de mayo de 2003 Kirchner asumió la presidencia, la Argentina atravesaba una situación muy difícil. No es cierto que ya estaba encaminada hacia el alivio. Al día siguiente de asumir, las fuerzas de seguridad nos informaron que alrededor de 90.000 personas, en distintas provincias, habían reclamado soluciones a problemas que afrontaban.

En un país que había dejado de cumplir sus obligaciones, circulaban diecisiete monedas distintas. La deuda impaga representaba el 150 % del PBI de entonces. En el Banco Central quedaban 11.000 millones de dólares en concepto de reservas. Todos los contratos estaban interrumpidos. La pobreza atrapaba a seis de cada diez argentinos y uno de cada cuatro deambulaba por las calles en busca de algún trabajo.

Había más cosas que denotaban la gravedad del cuadro. En esos días la Corte Suprema de Justicia de la "mayoría automática" amenazaba con dolarizar la economía y lo que es peor, intentaba legalizar la impunidad de los militares que cruelmente violaron los derechos humanos de miles de personas e hicieron desaparecer a otros tantos.
Ese cuadro recibió Kirchner. Nunca lo escuché despotricar por la herencia recibida. Era obvio que cuando se postuló para presidir el país conocía perfectamente el panorama que debería enfrentar. Cada mañana inyectaba entusiasmo. Revisaba día a día los números del Estado. Era un obsesivo en la búsqueda de que los gastos nunca fueran mayores a los dineros que ingresaban.

Recuerdo una mañana que observó en una planilla que diariamente nos mandaba la Secretaría de Hacienda, que la recaudación del IVA había caído durante dos días consecutivos. Trató de conocer las causas de la merma. Nadie pudo precisar las razones. Llamó a Alberto Abad (entonces, como ahora, al frente de la AFIP) y le trasladó su preocupación. Tampoco tuvo una respuesta clara. Nunca supe por qué en esos días disminuyó la recaudación impositiva. Solo se que desde ese momento los "recaudadores" nunca más se relajaron: sabían que el Presidente diariamente controlaba su eficiencia.

Otro tema lo inquietaba: la situación de quienes habían violado derechos humanos en la última dictadura. Aprovechó que la Justicia española reclamara la detención de los más altos jerarcas del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional para precipitar una salida al problema. Recuerdo que esa noticia nos llegó mientras volvíamos de un encuentro con Bush en los Estados Unidos. A once mil metros de altura, mientras cenábamos en el despacho del avión presidencial, recurrió a mi condición de penalista. Analizamos todas las dificultades legales para poder avanzar en el enjuiciamiento de los genocidas. Lamentablemente, las leyes de obediencia debida y de punto final, sumadas a los indultos de Menem, hacían muy difícil llevar adelante esos juicios. Escuchó con atención mis argumentos que casi lo convocaban a resignarse a la situación creada.
Recuerdo que levantó la ventanilla del avión y hundió su mirada en la oscura noche. Creo que fueron treinta segundos interminables de silencio. Repentinamente se reacomodó en su asiento, corrió su plato y apoyó sus brazos con gesto decidido sobre la mesa. Entonces me dijo lo que ibamos a hacer. "Apenas aterricemos prepará la derogación del decreto que De la Rúa firmó impidiendo la extradición de los acusados y después llamá a los presidentes de nuestros bloques en el Senado y en Diputados y deciles que anulen las leyes de impunidad. Nosotros vamos a anular los indultos", sentenció.

Me miró fijamente esperando mi reacción. "Nunca el Congreso anuló las leyes que dictó", le advertí con preocupación.

"Alberto…los argentinos probamos resolver el genocidio con el perdón y con el olvido. Ya es hora de probar con la Justicia", concluyó.
Así fue Kirchner en la Presidencia. Decidido. Inquebrantable. Tan firme en sus convicciones como pragmático en su accionar. Un hombre dedicado a superar escollos sin poner excusas. Nunca el tiempo le sobró. Era el primero en llegar a la Casa Rosada y el último en irse. Tantas veces me educó en el arte de administrar un Estado y tanto aprendí a su lado, que con el tiempo me sentí su mejor alumno. Aún recuerdo aquél día en que me dijo: "en el gobierno, cuando sabes de un problema, el problema es tuyo. Sólo dedicate a resolverlo". Así, de modo tan simple, concebía la política.

Cuatro años después, cuando su mandato culminaba, la Argentina era otra. Entonces las reservas del Banco Central habían crecido cuatro veces, después de haberle pagado diez mil millones de dólares al FMI y quince mil millones más al Banco Mundial y al BID. La pobreza se había reducido a un tercio de lo que era al asumir y la desocupación ahora afectaba a uno de cada diez argentinos.

Salimos del default y al dejar el gobierno la deuda representaba el 57 % del PBI. Merced a ello, la economía creció a un ritmo promedio del 8 % anual y logró ser el único gobierno de la democracia que a lo largo de toda su gestión registró superávit fiscal y comercial.
Cristina lo sucedió y muchos de los logros económicos se fueron desvaneciendo. Justo es decir que en alguna medida ese deterioro obedeció a un cambio del contexto internacional. Pero es justo también reconocer que la negación de problemas que afloraban (inflación y pérdida de reservas) ayudaron a complicar la situación.

Por esos años Kirchner se convirtió en el pilar que sostenía con política la gestión de Cristina. Tenía por ella un profundo amor y una admiración mayor. En ese rol lo sorprendió la muerte. Después, en torno a lo que fue su vida, se tejieron intrigas e historias descalificadoras que todavía ventilan fiscales oportunistas y medios de comunicación que no le perdonan que los haya enfrentado. Me apena que no esté vivo para dar respuesta a sus detractores pero, a mi juicio, nada empaña la enorme tarea que hizo como Presidente de la Nación.

Kirchner nació en un día como hoy de 1950. Estuvo en el escenario político nacional apenas siete años. Le bastó ese tiempo para que la historia hable de sus logros sabiendo que su presencia marcó un antes y un después en la Argentina. Por eso millones de argentinos lo reivindican cuando los poderosos lo descalifican tildándolo de populista. Por eso lo añoran los hombres y mujeres que en su gobierno recuperaron el trabajo y los adultos que entonces encontraron el amparo de una jubilación cuando por su edad el mercado laboral los marginaba. Por eso los jóvenes lo alzan como bandera sabiendo que con él la política estuvo al servicio de los más débiles.

Mientras estas líneas van acercándose a su fin, algo me viene a la mente. Volví a hablar con Cristina tras diez años de desavenencias. Con ella (y con Kirchner) seguramente participamos de momentos enormes de nuestras vidas. De esos momentos que se vuelven inolvidables.

Tras el primer encuentro hablamos largo de lo que nos ocurrió. Nos reencontramos otras veces para repasar cosas que nos preocupan. Ahora me doy cuenta que nunca nombramos a Néstor. Tal vez no quisimos volver la miradas sobre una ausencia que nos duele. O tal vez preferimos hacer de cuenta que no se ha ido.

Por Alberto Fernandez


Domingo, 25 de febrero de 2018

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