Murió en Los Angeles a los 93 años
Lalo Schifrin, el artesano de éxitos que pudo haber sido abogado
La música de "Misión: Imposible" fue solo uno de los jalones de una carrera en la que alternó inolvidables bandas de sonido para series televisivas y la gran pantalla. Todo por un llamado desde París y un encuentro casual con Dizzy Gillespie.
Viernes, 27 de junio de 2025

El mundo de la música está lleno de grandes hits, melodías inmediatamente reconocidas por millones de personas. Pero hay una categoría aún más allá, que podría definirse como "megahit", esa clase de canciones a las que les bastan un par de segundos para activar inmediatamente la memoria del oyente y dibujarse completa en el cerebro mucho antes de su final. En esa categoría, sin lugar a dudas, revista una bonita página compuesta en 1966: basta escuchar esos frenéticos violines, el marchoso piano, para que inmediatamente aparezca un universo inolvidable. La canción se llamaba "Mission: Impossible". Su compositor, Boris Claudio Schifrin, era un argentino de 34 años que cimentaba así un camino ya auspicioso antes de esa banda de sonido. Un camino que haría del alias artístico Lalo Schifrin una contraseña mundial, como global fue la noticia de su muerte, en la tarde del jueves y en Beverly Hills, con 93 años recién cumplidos, el pasado 21 de junio. La frase "fin de una época" suele repetirse demasiado. Pero con Schifrin no parece exagerada.
“El cine es como la ópera del siglo XX", definió con justeza el compositor, director y pianista, en una entrevista de Santiago Giordano para este diario en 2020, cuando recibió uno de tantos reconocimientos, el de la Unión de Compositores de Música para Cine de Francia. "Es cierto que la ópera es un espectáculo vivo y el cine se reproduce a través de la electrónica, pero más allá de eso, la actitud del compositor ante una película es similar a la que tuvieron Mozart, Verdi, Donizetti y Wagner ante sus dramas y sus comedias. El arte de escribir para cine tiene que ver con lograr el contrapunto entre imagen y música".
En palabras de Schifrin parece sencillo, "lograr el contrapunto entre imagen y música". Pero solo los realmente talentosos llevan el ejercicio a una síntesis que los convierte en referentes de la composición para obras audiovisuales. En ese sentido, no puede sino agradecerse que el camino de Schifrin en realidad se haya torcido. Porque su padre, Luis Schifrin, era primer violinista del Teatro Colón y lo animó a tomar estudios de piano con Enrique Barenboim (padre de Daniel) y de composición con Juan Carlos Paz. Pero a la vez se mostraba contrario a que el niño, a pesar de su evidente talento con las teclas, siguiera sus pasos. Lalo estaba a punto de recibirse de abogado cuando las musas decidieron intervenir: desde Francia le llegó la comunicación de que había sido aceptado en el Conservatorio de París, un giro definitivo que agradecerían los pentagramas.
No es difícil imaginar la fascinación de ese pianista de 20 años que durante el día tomaba clases con Olivier Messiaen y por las noches se zambullía en los mismos tugurios jazzeros frecuentados por otros argentinos que se harían célebres como Julio Cortázar y Astor Piazzolla, con quien no solo compartió escenario y labores musicales sino que terminó desarrollando una sólida amistad. “La beca del Conservatorio no daba para mucho y había que salir a ganar un poco de plata por otro lado", recordó en aquella entrevista. "En ese trajín, que duró cuatro años, aprendí muchísimo, de la música y de la profesión de músico. Eso contribuyó a la mezcla de mi formación, del mismo modo que antes habían contribuido los cines de la calle Lavalle. Tuve la suerte de poder probar y digerir mucha música y así encontrar mi propio estilo”.
Apenas seis años después, Schifrin se abriría camino en otra de las grandes capitales musicales. Es que al regresar de París a Buenos Aires se produjo otro de esos giros que marcan destinos. Lalo tocaba al frente de su propia big band en un boliche llamado Rendez Vous, donde un día de semana apareció John "Dizzy" Gillespie, de visita en la ciudad. Impresionado por lo que sucedía sobre el escenario, el genial trompetista no dudó en pedirle que se trasladara a Estados Unidos para tocar con él. El pianista no solo aceptó la invitación: en el mismo barco que lo llevaba a New York empezó a componer la suite Gillespiana. La opinión de Gillespie ante la obra quedó patente cuando lo nombró director musical de su banda. Y Schifrin ya solo volvería al terruño periódicamente para reencontrarse con sus afectos: mientras cumplía funciones también como arreglador de Xavier Cugat, a los 27 años, las puertas de la gran industria audiovisual del norte se le abrieron de par en par.
Contratado por la entonces poderosísima Metro Goldwyn-Mayer, Schifrin transitó la última porción de los '60 cumpliendo encargos para bandas de sonido de películas y series. Tras participar del equipo de compositores para El agente de Cipol, en 1966 dio el gran golpe con "Mission: Impossible", donde se combinó la originalidad de la serie protagonizada por un grupo de agentes secretos capaces de resolver los más complejos entuertos con el espíritu jazzero de sus composiciones. Al año siguiente volvió a brillar con el soundtrack de la serie policial Mannix -otra cancioncita que se volvería clásica-, pero además demostró que no se achicaba ante la gran pantalla al realizar la banda de sonido de La leyenda del indomable. El film de Stuart Rosenberg no solo habilitaría el lucimiento de Paul Newman como un preso rebelde, también le daría a Lalo la primera de sus seis nominaciones al Oscar. Nunca pudo ganarlo, pero la Academia de Hollywood finalmente le dio revancha al entregarle la estatuilla de honor en 2018.
A esa altura, el nombre del argentino ya era contraseña común en el ambiente, lo que le permitiría alternar trabajos televisivos y cinematográficos con eficacia. Así pudo firmar la música de uno de los primeros bombazos de series médicas (Centro médico, con aquel Chad Everett de nervios tan inalterables como su flequillo) pero también cruzar su camino con otro de los grandes sex symbols masculinos de la época, Steve McQueen, en Bullit. Pero si los '60 habían sido provechosos, la década siguiente también trajo un nexo con un actor y músico amante del jazz que le haría sumar pergaminos.
Es que en 1970, en una pausa de su trabajo televisivo, la MGM lo incluyó en un proyecto que cruzaba las historias de grandes golpes delictivos con lo bélico. El botín de los valientes presentaba a un pelotón de soldados decididos a robarle a los nazis una millonada en lingotes de oro, y no escatimaba figuras al incluir a Telly "Kojak" Savalas, Don Rickles, Donald Sutherland y Clint Eastwood, que al año siguiente se convertiría en Harry el Sucio con música de Lalo. La amistad entre ambos creció al punto de que fue el mismo Eastwood quien le entregó el Oscar honorífico en aquella ceremonia.
Esa década del setenta fue consolidando la leyenda. "El éxito es algo que no me pertenece", diría tantos años después. "A veces pienso que toda esa música que compuse no la escribí yo, en realidad tomé nota de lo que me dictó Dios. Como su secretario, aprendí música para escuchar lo que me dictó". Compositor o secretario celestial, en su curriculum anotó THX-1138, la experimental primera película de un George Lucas todavía lejos de Star Wars, y la inolvidable (en varios sentidos) Operación Dragón que fue despedida de Bruce Lee. Volvió a la saga de Harry / Clint con Magnum 44 y musicalizó a otro reparto multiestelar en ambiente bélico (Michael Caine, Sutherland, Robert Duvall, Donald Pleasence) en El águila ha llegado, última película de John Sturges.
Pero la pantalla chica lo siguió reclamando, y le habilitó otros dos soundtracks de nombre resonante: la versión televisiva de El planeta de los simios fue un fracaso de rating que solo duró 14 episodios (¿cómo hacía la TV argentina ByN para repetirlos una y otra vez?), pero en 1975 se acercó al soul y el funk para fijar el clima de la primera temporada de un policial emblemático de la era: a bordo del Ford Gran Torino rojo con una franja blanca, Paul Michael Glaser y David Soul se convirtieron en Starsky & Hutch con una banda de sonido ideal. Sería el último gran golpe televisivo de Schifrin, que después de El FBI en acción iría espaciando cada vez más su labores para ese ámbito, concentrándose en películas como El viaje de los malditos, Terror en Amityville o la saga de Jackie Chan Una pareja explosiva.
Con el correr de los años llegaron nuevos reconocimientos, se acumularon cuatro premios Grammy (el primero de ellos en 1963 por el formidable "The Cat" con Jimmy Smith en el órgano Hammond B3), una estrella en el Walk of Fame de Hollywood, la orquestación para Los tres tenores en 1990 y varios discos en los que cruzó el mundo del jazz con orquestas como la Filarmónica de Londres o las sinfónicas de Sydney, Viena, Chicago y Checoslovaquia, la distinción de Comandante de las Artes y las letras en Francia en 2016. En 2018, la caja de diez discos The Early Years retrató aquella primera andanada que lo puso bajo los focos. En la previa de la pandemia, una selección de músicos corporizó el homenaje Jazz Across The Americas: A Tribute To Lalo Schifrin. Aun así, en aquella charla en Página/12 señaló que “los premios son siempre bienvenidos, pero con el tiempo mi narcisismo se fue aplacando y es posible que eso tenga que ver con la única seguridad que uno va adquiriendo en este trabajo, la de saber que siempre queda algo por aprender”.
Schifrin aprendió algunas cosas, y supo retratarlas en músicas inmediatamente reconocibles por millones de personas. Quizá el mundo del derecho se haya perdido un buen abogado, pero a quién le importa.Viernes, 27 de junio de 2025